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El rey Yunán y el sabio Ruyán

(de Las mil y una noches)

De la misma manera que el continuo goteo del agua sobre la piedra acaba por horadarla, así aquella machacona insistencia en palabras tan maliciosas debilitó la confianza del rey en el sabio Ruyán, por lo que, al final, el monarca lo mandó llamar para que se presentara ante él.

-¿Sabes por qué te he hecho venir? -le preguntó.

-Tan sólo Dios, el Altísimo -respondió el sabio-, conoce los secretos del corazón humano.

-Te he llamado para quitarte la vida.

-¿Cómo es eso, oh rey? ¿Qué mal he hecho?

-Mis consejeros me dicen que eres un espía que ha venido para asesinarme, y voy a matarte antes de que acabes conmigo.

Entonces, el rey llamó a su verdugo y le dijo:

-Córtale la cabeza a ese traidor y así me librarás para siempre de su horrible amenaza.

-Permite que mi vida se prolongue -suplicó el sabio y Dios prolongará la tuya.
Pero el rey se mostró inflexible:

-No hay otro remedio; has de morir, y sin dilación.

Cuando el sabio comprendió que no era posible apartar al rey de su propósito, le dijo:

-Ya que he de morir, oh rey, concédeme unas horas para que vaya a mi casa y disponga sobre mi entierro y me despida de mis familiares; a mi regreso, te traeré un regalo que es la más extraña de todas las rarezas y será para ti un tesoro más valioso que los muchos que ya posees.

-¿De qué se trata? -preguntó el rey.

-Hablo de un libro que te revelará todos los secretos del mundo. Porque, si una vez que me hayas cortado la cabeza, pasas tres hojas y lees tres líneas de la página de la izquierda, mi cabeza hablará y contestará a todas las preguntas que quieras hacerle.

Mucho se maravilló el rey de aquel extraño presente, así que envió al sabio, estrechamente vigilado, de vuelta a su casa, y todo se dispuso de acuerdo con los deseos de Ruyán. Al día siguiente el rey acudió al salón de audiencias acompañado de sus emires y sus visires, sus nababes y sus chambelanes. Ante él se presentó el sabio Ruyán con un viejo libro y un frasquito de metal con unos polvos.

-Dadme una bandeja -pidió Ruyán; y cuando se la trajeron extendió los polvos sobre ella y dijo-: Toma este libro, oh rey, pero no lo abras hasta que ruede mi cabeza; colócala luego sobre la bandeja y verás cómo el polvo detiene en seguida el flujo de la sangre. Entonces habrá llegado el momento de abrir el libro.

El rey tomó lo que le ofrecía el sabio e hizo un signo al verdugo, quien cortó la cabeza de Ruyán y la colocó sobre la bandeja. Inmediatamente dejó de manar la sangre, y la cabeza, abriendo los ojos, comenzó a hablar:

-Ahora abre el libro, oh rey.

[...]