Las aventuras del Capitán
Alatriste. Limpieza de sangre
Ignoro cuánto tiempo transcurrió después, en la celda húmeda
donde fui recluido en la sola compañía de una rata enorme que se
pasaba el tiempo mirándome desde un oscuro sumidero
que había en un ángulo de la estancia. Dormí, tuve pesadillas, cacé
chinches en mis ropas para matar el tiempo, y por tres veces devoré
el pan duro y la escudilla
de nauseabundo potaje que un carcelero sombrío y mudo puso en el
umbral de la celda con mucho estrépito de llaves y cerrojos. Estaba industriando
el modo de acercarme a la rata y matarla, pues su presencia me llenaba
de terror cada vez que sentía vencerme el sueño, cuando el esbirro
bermejo y el grandullón -así, le haya dado Dios como a mí me dio-
vinieron en mi busca.[...]
Disculpen
vuestras mercedes que vuelva a ocuparme de mi persona, en el calabozo
de las cárceles secretas de Toledo, donde casi había perdido la noción
del tiempo, del día y de la noche. Tras algunas sesiones más con sus
correspondientes palizas por parte del esbirro pelirrojo -cuentan que
también Judas fue bermejo, y así haya terminado sus días mi verdugo
como aquél los concluyó-, y sin que yo llegase a revelar nada digno
de mención, me dejaron más o menos en paz. [...] La acusación de
Elvira de la Cruz y el amuleto de Angélica parecían bastar para su
propósito, y la última sesión realmente dura consistió en un
prolijo interrogatorio a base de mucho "no es más cierto",
"di la verdad", y "confiesa que", donde me
preguntaron repetidamente por supuestos cómplices, moliéndome con el
vergajo las espaldas a cada silencio mío, que fueron todos. Diré,
tan sólo, que me tuve firme y no pronuncié nombre alguno. Y que eran
tales mi debilidades y postración, que aquellos desmayos que solía
fingir al principio y tan cabal
resultado dieron, seguíanse produciendo ahora de suerte natural, lo
que me ahorraba calvario. Imagino que mis verdugos no llegaron más
lejos fue por miedo a privarse del brillante papel que me preparaban
en el festejo de la plaza Mayor; mas no alcanzaba yo a considerar todo
esto por lo menudo, pues hallábame con muy parva
lucidez, tan embotado de seso que ni siquiera me reconocía en el Íñigo
que soportaba azotes o despertaba con un estremecimiento, en la
oscuridad del húmedo calabozo, oyendo a la rata ir y venir por el
suelo. Mi única verdadera aprensión era pudrirme allí hasta cumplir
los catorce años, y trabar entonces estrecho conocimiento con el
artilugio de madera y cuerdas que seguía en la sala de
interrogatorios, como cierto de que tarde o temprano iba a terminar yo
perteneciéndole.
Mientras tanto,
cacé la rata. Harto de dormir temeroso de sus mordiscos, dediqué
muchas horas a estudiar la situación. Concluí así conociendo sus
costumbres mejor que las mías propias; sus recelos -era una vieja
rata veterana-, audacias y manera de moverse entre aquellas paredes.
Llegué a seguir con el pensamiento cuantos recorridos hacía, incluso
a oscuras. Así que una vez, fingiéndome dormido, la dejé hacer su
camino habitual hasta que la supe en el rincón donde, previsor, había
dispuesto cada vez algunas migas de pan, acostumbrándola en esa querencia.
Y luego agarré la jarra del agua y la estrellé sobre ella, con tan
buena fortuna que estiró la pata sin decir ay, o lo que diablos digan
las ratas cuando les dan lo suyo.